Cuando el sol dejaba de
abrasar, Julio como cada tarde, acudía al paseo marítimo de aquel pueblecito
costero donde tanto había disfrutado junto a su esposa por más de cuarenta
años.
Pero ese verano era
distinto, ella no estaba con él. Había conocido a un hombre más joven que la
hacía muy feliz, y con la maleta en la mano y haciendo una breve composición de
la situación, se marchó, acabando con toda una existencia de convivencia.
Julio se sumió en una gran
depresión.
Elena se había dedicado en
cuerpo y alma a su casa y a sus dos hijos, ya independizados y habidos en su
primer matrimonio. Después de varias relaciones infructuosas y bastante decepcionada,
decidió ocupar su tiempo en atender a ancianos y se volvió a entregar al
servicio de los demás, olvidándose de que poseía una vida a la que nunca nadie
prestó atención.
Un cansancio extremo la hizo
reservar una habitación con vistas al mar, en un hotel de un pueblecito de la
Costa Brava.
Cada tarde observaba desde el balcón, a aquel
señor que se sentaba siempre en el mismo banco, se quitaba el sombrero y
sacando un libro de una pequeña mochila, pasaba un buen rato entretenido en su
lectura, hasta que ya anochecido, recogía sus cosas y a pasos lentos,
abandonaba el lugar.
Los días pasaban y Elena no
acababa de decidirse a salir, sentía que volvía a estar enclaustrada otra vez y
ahora era por voluntad propia. Por lo que una de aquellas tardes, tomó la
novela en la que estaba ocupada y casi sin darse cuenta, llegó al banco en el
que se sentaba Julio, se acomodó en él y empezó a leer, olvidándose de aquel
extraño.
— Perdóneme, señora.
¿Veranea siempre aquí?
Elena dio un respingo.
—No, es la primera vez que
vengo.
— ¿Le gusta el pueblo y la
playa?
—Sí, mucho.
Después de presentarse
cortésmente y de un rato de buena charla, Julio la invitó a un helado y ella
aceptó.
Al acompañarla a su hotel se
dieron cuenta de que él se hospedaba en el edificio contiguo. Desde aquel día,
cada tarde se volvían a encontrar en el mismo banco. Ya no leían, ahora pasaban
las horas contándose sus muchas penas y sus pocas alegrías, descubriendo que
tenían diversas aficiones en común que nunca realizaron por no sentirse
acompañados. Algo empezó a surgir entre ellos, haciendo que cada vez les
costase más separarse al anochecer.
Las vacaciones llegaban a su
fin, la hora de la despedida se acercaba, cada uno regresaría a su hogar siendo
conscientes de que nadie ni nada les esperaba. Volverían a la realidad
cotidiana, donde ya daban por hecho de que el tiempo de ilusiones se les había
perdido.
Era el último día, en la
estación a punto de subirse al tren que les llevaría de vuelta cada uno a su
destino, Julio cogió el brazo de Elena y la atrajo hacia él, susurrándole al
oído:
— Dejemos el pasado atrás y
vivamos el presente a nuestro antojo, sin ataduras ni compromisos, aprovechando
los días sin desperdiciar ni un solo momento. ¿No te das cuenta de que lo único que realmente nos pertenece es el
tiempo?
— Ya vamos tarde—. Dijo ella
con una sonrisa, comprendiendo que le estaba ofreciendo la oportunidad de hacer
realidad sus sueños, no dudó en seguirle.
Dieron media vuelta y
arrastrando las pesadas maletas entraron en el hotel más cercano. Reservando
una habitación doble sin fecha de salida.
Violeta Evori
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