Tenía
unas enormes ganas de visitar el sur de la India, jamás imaginé que volvería a
mí país con aquella desilusión que me envolvía el alma y el cuerpo entero; que
me dolía incluso recostarme en mi cama. El simple hecho de hacer una siesta
para reponer las fuerzas perdidas en mitad de mi jornada, me avergonzaba.
¿Cuánto
tiene que dormir un niño? Los expertos
dicen que entre ocho y diez horas.
Muchos
de nosotros no nos paramos a pensar que hay millones de ellos que se levantan
agotados, ni siquiera han podido descansar la mitad, porque deben caminar
varios kilómetros a pie hasta sus puestos de trabajo en las minas; si llegan
tarde y su sitio está ocupado por otro compañero, ese día no habrá sustento que
llevar a sus familias.
La
triste y corta vida de estos pequeños, si es que a eso se le puede llamar vida,
la dedican a trabajar como esclavos en aquellas minas abiertas de mica, un
cristal sucio con el que se fabrican pintalabios y otros cosméticos de los que disfrutamos
los llamados ciudadanos del primer mundo, por unos escasos cuarenta céntimos por
jornada y para los que deben permanecer agachados dieciséis horas al día,
rastreando la tierra con cualquier utensilio, en la mayoría de los casos es un
palo que un día encuentran en su trayecto y que conservan como oro en paño.
Nunca
había oído mencionar ese mineral hasta que en mi viaje de placer, llegué a
Bihar, y pude ver las manos de aquellos pequeños ensangrentadas, y en sus
rostros, aquellas miradas tan duras… ¿Un niño debería tener la mirada dura? Es
imposible que sus labios puedan mostrar una sonrisa, me atrevería a pensar que
ni siquiera han reído desde que salieron del vientre de sus madres.
Sin
prestar atención a lo que tenía alrededor, con un acto reflejo que repetía en
muchas ocasiones, abrí mi bolso de una conocidísima marca y del que jamás me
preocupó el hecho, de que también su manufactura se debiera a la esclavitud de
miles y miles de personas trabajando en condiciones infrahumanas. Saqué una
polvera dorada, me di unos pequeños retoques en las mejillas y posteriormente
quité el tapón de mi lápiz labial, dándome un ligero repaso, masajeando mis
labios, y al momento mi boca brilló con el color rojo pasión que siempre
llevaba y que me hacía sentir bellísima y observada por todo el que pasaba a mi
lado.
¡Qué
ironía! Justo en aquel momento un niño de unos cinco o seis años, levantó su
mirada, la dirigió hacía mi boca y pude comprobar como de sus ojos brotaban
enormes lágrimas que enlodaban su cara ennegrecida. A ellos les había llegado
la noticia de que en el resto del mundo, las mujeres se embellecen con el
esfuerzo de su trabajo, pero jamás habían podido imaginar que algún día
llegarían a verlo.
Aquella
mirada atravesó mi espíritu, bajé la vista dolida en lo más profundo de mi
corazón, mientras en mis oídos parecían resonar unas tristes palabras,
pronunciadas por aquel pequeño en un idioma que casi no entendía, pero que creí
descifrar:
— ¿Qué… qué
delito cometí contra vosotros naciendo?
Desde
entonces mi boca brilla con su propia naturalidad, he olvidado el pintalabios
del que no podía prescindir, porque jamás podré borrar de mi memoria las tristes
lágrimas con las que me obsequió Sonu, el niño de la mina de mica.
Violeta
Evori
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