El dichoso aparato no paraba de sonar.
Desde las cinco de la madrugada y hasta las siete, noche
tras noche y cada diez minutos, la fatídica alarma volvía a dejarse oír y ella
pensaba: Si por lo menos tuviera una música agradable, quizás me podría dormir un
ratito.
Pero sólo se escuchaba el maldito sonido, repetitivo como si
fuera el zumbido de un abejorro.
La culpa tampoco la tenía el reloj, pues la máquina está
inventada por el hombre, pero hay que saber usarla.
¿Qué el vecino era una persona despistada? Se puede admitir,
mientras no le conste que está molestando, hasta se le puede disculpar, pero
cuando se le ha dicho por activa y por pasiva lo que está sucediendo, se
entiende que podría poner un poco de su parte e intentar solucionar el
problema. A veces también se trata de tener un poco de buena voluntad.
¿Pero qué era lo que estaba pasando?
La casualidad quiso que la cabecera de mi cama, diera con la
de aquel desaprensivo ¿Qué suena fuerte el calificativo?... Puede ser, pero cuando se tiene un recién nacido al que
hay que alimentar y proporcionarle los demás cuidados que necesita, cada dos
horas y se juntan las primeras con las siguientes, con la consecuente falta de
tiempo para echar una cabezadita, vienen a la memoria todos los familiares del sujeto que está
poniendo todo su empeño para que no te
recuperes.
El primer intento fue hablarlo como personas educadas, no se
produjo ningún cambio.
De nada servía que fuera a aporrearle la puerta, pues él ya
se había ido, sin desconectar el aparatito.
Tampoco eran efectivos los golpes en la pared del dormitorio
ya que el buen señor se estaba afeitando y no se enteraba de nada.
Pero y los fines de semana. ¿Dónde iba tan temprano?
Según pude averiguar después, se desplazaba a su segunda
residencia ya el viernes por la noche y por lo visto lo tenía programado,
incluidos sábados y domingos.
¿Qué hacer, ante semejante personaje?
¡Esperar detrás de la puerta para pillarlo infraganti!
Sí, pero era listo, asomaba la cabeza y si detectaba mi
presencia, retrocedía y se introducía en su casa hasta que yo entraba en la
mía. Seguramente aquel día llegaría tarde al trabajo. O salía corriendo
escaleras abajo antes de que pudiera ser alcanzado por una mujer en pijama y
zapatillas. No es difícil imaginar la estampa.
Al final la solución fue buscar otra vivienda, no era
cuestión de perder los nervios y algún
día llegar a las manos, si tenía la suerte de pillarlo.
Así es que una vez efectuado el traslado y bien aislada en
mi nuevo domicilio, se me ocurrió invitar a otra de mis anteriores vecinas, a
tomar un café una tarde, y casi me desplomo, cuando me comentó que el buen
señor, se había ido poco después de hacerlo yo.
Y aquí estoy hipotecada hasta las cejas, por culpa de un
pequeño aparatito llamado despertador y de un individuo que solo pensaba en sí
mismo.
Violeta Evori
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