Bajo el
conocido y afamado restaurante Il Nonno
Giuseppe, estaba ubicado el cuartel general de la familia Longo. Dicho
establecimiento abrió sus puertas durante el frío invierno de 1921, con la
única intención de proporcionar una tapadera a Giuseppe Longo, el que fue hasta
el fin de sus días, un gran mafioso y abuelo de Don Carlo. Al principio fue una humilde posada, que
pronto se convertiría en el juguete preferido del dueño, donde iban a parar todas
las inversiones, ampliándolo y contratando a los mejores chefs de la zona.
Hasta ser todo el edificio de su propiedad y al Nonno, con tanto prestigio, acudían con regularidad grandes
personalidades de la alta esfera napolitana. Era sencillo ver disfrutando de un
buen vino y de sus deliciosos fetuccini a la putanesca a peces gordos de la política, actores,
presentadores o jugadores de fútbol, entre otras personas adineradas. En el Nonno
se fraguaban todo tipo de negocios, algunos legales y otros en cambio de
lo más perversos y fraudulentos. Sin embargo, el restaurante mantenía intacto el propósito para el que fue creado.
Como
cualquier otro domingo a mediodía, el salón presentaba un aspecto inmejorable, los
camareros perfectamente uniformados, caminaban garbosos entre las mesas,
sirviendo carísimos caldos o grandes platos humeantes de suculentos manjares.
En un reservado un tanto alejado del murmullo general de la sala, Don Carlo
disfrutaba de una copiosa comida en compañía de su esposa, —una ostentosa y
esbelta rubia, veinte años más joven que él—, su queridísimo sobrino y heredero
al trono, y la prometida de éste. Don Carlo era un hombre menudo y regordete,
de grandes mofletes y rostro amigable, estaba casi calvo, salvo por un penacho
de pelo negro y liso que le cubría parte de las orejas. Si Raúl hubiese
coincidido con él antes de morir, no hubiese tardado en sacarle un Parecido Razonable con Dani De Vito.
El Don, nunca
tuvo descendencia, algo no funcionaba bien allá abajo, no obstante, el destino
quiso que su hermana Antonella muriese en el parto de su primer y único hijo. El
padre de la criatura, un alcohólico empedernido, mujeriego y maltratador, apareció
muerto en extrañas circunstancias una semana después de enterrar a su esposa.
Suicidio dijeron.
Don Carlo se apropió legalmente de Giuseppe,
pues así lo llamaron en honor a su bisabuelo, prolongando el apellido Longo al
menos una generación más.
Mientras en el comedor de la planta
superior, los comensales disfrutaban de lo lindo, abajo, en las entrañas del
edificio, cualquier atisbo de glamur desaparecía como un conejo en la chistera
de un mago. Allí, en una esquina, envuelto por una luz mortecina y unas paredes
deslucidas y mohosas, Petrov, de
nacionalidad rusa y mudo de nacimiento, fortalecía sus bíceps levantando pesas
de treinta kilos.
El Ruso era un hombre grande, con un corte de pelo al
estilo militar, mandíbula pronunciada, facciones rudas y por qué no decirlo,
bastante corto de entendederas. Esto no impedía que las cosas le fuesen bien,
él se limitaba a obedecer órdenes.
A escasos metros de donde se encontraba Petrov,
los hermanos gemelos Pavesi, amigos de la infancia del sobrinísimo, jugaban al billar. Filippo trataba de meter la bola
negra en el agujero correspondiente, de nuevo erró el tiro y Francesco rompió
en una estridente carcajada que semejaba la risa de una hiena. Filippo apodado El Palmeras por su gran afición a las
camisas hawaianas, lanzó el taco sobre el tapete y a grandes zancadas fue hacia
el mueble bar. Los Pavesi formaban un dúo un tanto curioso, a pesar de ser
gemelos de treinta y pocos años, nariz inmensa y puntiaguda, una boca grande y
larga en la que podría coger un lápiz en horizontal y medir los dos exactamente
un metro y ochenta centímetros, se les distinguía con facilidad. Filippo lucía una larga coleta de pelo
castaño y vestía siempre trajes de colores en tonos pastel a juego con sus
camisas, en cambio su hermano tenía el pelo rapado y acostumbraba a ir en
chándal. En aquél momento, Francesco
estaba concentrado, con la mirada fija en la bola blanca, cuando escuchó una
serie de fuertes golpes provenientes de la puerta de arriba, la que daba al
callejón sin salida de las basuras. Alguien quería entrar en la guarida del
lobo.
Los hermanos se sostuvieron la mirada por
unos segundos, hasta que con un bufido Francesco soltó el palo. Subió por la
herrumbrosa escalera, que le llevó a la vieja puerta de pino macizo, movió la
palanca liberando las aspas de la antigua mirilla de bronce, y pudo ver el
rostro del visitante. Sólo era Fabio, así que le abrió y despreocupado bajó las
escaleras.
—¿Has conseguido la pasta? —preguntó.
—Algo así —contestó tranquilamente Fabio
mientras accedía al mismo lugar donde apenas treinta horas antes, un trío de
jotas le dejaba en bancarrota.
Para la ocasión había escogido su mejor
vestuario, que no era más que un viejo y raído traje de pana beige y una camisa
blanca. Su semblante era seguro y al mismo tiempo tenso.
—¿Algo así? Sólo, algo así… no creo que
baste con eso Fabio —apuntó Filippo y le dio un trago al gin-tonic que acababa
de preparar.
Fabio no contestó de inmediato, con
parsimonia sacó la cajetilla de tabaco del bolsillo de su camisa, extrajo un
cigarrillo, se lo llevó a los labios y lo encendió. Los hermanos le miraban
extrañados, por algún motivo que no llegaban a comprender Fabio se mostraba
desafiante.
—Quiero ver al jefe —dijo al fin, expulsando
una gran bocanada de humo blanco.
—¿Qué bicho te ha picado? Sabes de más que
este tema lo llevamos nosotros, si no tienes la pasta lárgate y búscate la
vida, todavía tienes tiempo antes de que me arrepienta —amenazó Francesco señalándole.
—Creo que no me he explicado bien, Fran, lo
que trato de decirte es que solicito audiencia con Don Carlo.
El Ruso arqueó las cejas y levantó la mirada,
los hermanos quedaron estupefactos por unos segundos.
—Vamos Fabio, no digas tonterías —intervino
Filippo con tono conciliador—, sabes como suele acabar eso. Hombre, todavía
tienes tiempo, vete y vuelve mañana por la mañana con la pasta.
Solicitar audiencia con el capo era una
norma no escrita en la familia. Si en algún momento se hubiese plasmado sobre
un papel diría algo así: «Todo aquél que
contraiga una deuda con la familia y no esté en disposición de saldarla en el
plazo determinado, podrá pedir Chattare, en este caso Don Carlo escuchará al solicitante
y tomará una decisión al respecto».
Las pocas veces que ello había ocurrido,
solía ser una sesión de súplicas por parte del interesado, que acababa con sus
huesos en el fondo de un lago.
—Solicito audiencia con Don Carlo —exclamó
Fabio elevando un poco el tono de voz.
—Joder, esta va a ser sonada —auguró Filippo,
y lo cierto es que no se equivocaba ni un pelo.
—Está bien, está bien. Es tu decisión,
adelante con ello —desistió Francesco, que continuaba mirándole mientras cogía el teléfono, esperando
ver algún gesto de arrepentimiento, pero Fabio se mantuvo impasible.
La cucharilla de Don Carlo viajaba del plato
a su boca cargada de un exquisito tiramisú cuando el teléfono móvil de Giuseppe
vibró sobre la mesa. Éste desbloqueó el teléfono y de inmediato le cambió la cara,
gesto que no pasó desapercibido para su tío.
—¿Algún problema? —preguntó Don Carlo
limpiándose los labios.
—Me temo que sí —dijo y deslizó el teléfono
para que su tío pudiese leer el mensaje:
Ha
venido Fabio, solicita audiencia con Don Carlo
Don Carlo no dijo nada ni mostró reacción
alguna, simplemente continuó comiendo con tranquilidad.
—Pediros unas copas chicas, Giuseppe y yo
debemos ocuparnos de un asunto —Se disculpó
una vez el tiramisú quedó reducido a migajas.
Los dos hombres se levantaron al unísono,
caminaron por el lateral del salón y se introdujeron en la cocina. Los
cocineros, pinches, camareros y friegaplatos, se apartaban sorprendidos a su
paso. Al fondo de la estancia, ambos entraron en un viejo montacargas.
—Ese Fabio, ¿es quién yo creo que es?
—Sí.
—¿Cuánto nos debe?
—Treinta mil, se le fue la cabeza en la
timba del viernes.
—Bueno, escucharé lo que me tenga que decir.
El sonido chirriante del elevador anunció la
inminente visita, el Ruso soltó las
mancuernas y se puso en pie, los Pavesi fueron a recibirle y Fabio quedó a la
espera junto al billar. Don Carlo entró en el sótano seguido de Giuseppe,
divisó a Fabio y fue a su encuentro.
—Buenas tardes querido Fabio, hacía mucho
tiempo que no sabía nada de ti —dijo y le tendió una mano blanda adornada con
un gran anillo de oro.
—Es un honor para mí que me reciba Don Carlo,
le estoy muy agradecido —declaró rodeándole la mano con las suyas e inclinando
la cabeza.
Después del saludo, Don Carlo tomó posición
al otro lado del billar, Giuseppe se
situó a su lado, los hermanos quedaron unos metros detrás de Fabio y el Ruso permaneció de pie en su esquina.
—Bueno Fabio, has solicitado mi presencia y
aquí me tienes, te escucho.
—Gracias Don Carlo, como usted ya sabrá, el viernes
perdí todo lo que tenía, no sólo eso, además dejé a deber una gran cantidad de
dinero a sus hombres. Estoy aquí hoy para saldar mi deuda, no he podido reunir
el dinero pero lo que tengo bien podría superar con creces mi cuenta. Antes de
eso, me haría muy feliz que aceptase un regalo, —Fabio introdujo su mano en el
bolsillo interior de la americana, Giuseppe hizo ademán de sacar la pistola—.
No hay de qué preocuparse, sólo quiero sacar mi móvil, le mostraré una foto,
tanto el regalo como el pago de mi deuda están en el coche.
Giuseppe miró a su tío y éste asintió, Fabio
sacó el teléfono, buscó la fotografía y estiró el brazo hasta que la pantalla
quedó a escasos centímetros del capo.
Don Carlo la miró unos instantes, hubo un
levísimo gesto en su entrecejo que mostró sorpresa y un brillo de rabia en sus
ojos. Fabio guardó el teléfono.
—¿Y dices que está en el coche?
—Así es.
—Petrov, acompaña a Fabio al coche —mandó
Don Carlo.
El Ruso
y Fabio se encaminaron hacia la escalera.
Giuseppe y Don Carlo giraron sobre sus
talones e intercambiaron unas palabras entre susurros, luego se volvieron hacia
los Pavesi.
—Dadme vuestras armas chicos —ordenó Giuseppe
dirigiéndose a los hermanos—, es probable que la cosa se ponga fea y no quiero
un tiroteo aquí. Si alguien va a disparar será Don Carlo.
Los hermanos avanzaron hasta la mesa y dejaron
sus pistolas sobre el tapete: un revolver del 38 y una automática.
—Ponle un silenciador a esa y guarda la otra
—ordenó Don Carlo a su sobrino.
Llamarón a la puerta y Filippo fue a abrir.
El Ruso portaba los dos cubos blancos con tapadera, perfectamente limpios,
Fabio le seguía.
—Déjalos aquí encima Petrov, Gracias.
El Ruso obedeció, uno de los cubos estaba
marcado en rotulador negro con una gran X en la tapa.
Fabio avanzó hasta la mesa, en seguida
advirtió el arma dispuesta sobre el tapete, delante de Don Carlo.
—Supongo que éste es mi regalo, ¿verdad? —preguntó
el capo señalando el cubo marcado con la X.
Fabio asintió.
—Ábrelo.
Así lo hizo, el plástico emitió chasquidos
huecos al desprenderse de sus muescas, dejó la tapadera a un lado y arrastró el
cubo unos centímetros hacia Don Carlo. El hombre miró en su interior, sólo él
podía ver el contenido y así quedó aproximadamente un minuto. Deliberando.
—Sácala —dijo al fin.
Fabio se acercó el bulto, metió
la mano en forma de garra dentro, hurgó un poco y extrajo la cabeza cercenada
de su primo. Agarrándola por el pelo, la alzó hasta que estuvo a la altura del
capo.
—Es un buen regalo Fabio —admitió el Don con
una sonrisa en los labios.
En ese momento el adhesivo de la peluca
perdió toda su efectividad con un sonido raspante, Fabio se quedó sosteniendo
una mata de pelo sintético y la cabeza cayó sobre el tapete verde, rodó un par
de veces y quedó mirando a los Pavesi con ojos secos que casi se salían de las
cuencas, tenía la boca abierta sin un solo diente y la calva sonrosada. La
reacción de los Pavesi fue idéntica, el parecido entre ambos resurgió como una
llama, los dos quedaron estupefactos y nerviosos.
Don Carlo asió la pistola y disparó dos
veces seguidas, las balas silbaron por el aire, Fabio las escuchó con nitidez
por su lado derecho. Impactaron en el pecho de Filippo y la camisa hawaiana se
tiñó de rojo en cuestión de segundos. Mientras el Palmeras caía, Don Carlo apuntó a Francesco y efectuó otros dos
disparos.
Los Pavesi nacieron y murieron juntos. Cosas del destino.
Fabio notó como unas gotas calientes humedecían sus
calzoncillos, estaba paralizado, no entendía nada de lo que acababa de ocurrir.
CONTINUARÁ...
J. R. Carrero